miércoles, agosto 10, 2005

El buzo de papá





Comienzo a abrir la maleta de viaje y, como siempre, me obligo a ordenar todo, aunque estoy cansada y moriría por tomar una ducha y dormir. Al finalizar la tarea me encuentro con un sobre que no reconozco en principio, lo abro y descubro un calendario institucional del cobre, no recuerdo quien me lo regaló ni como llegó a mi maleta, pero tengo curiosidad y comienzo a hojearlo. Es de buena factura y estos colores siempre se ven bien en buen papel pienso y me río. Las fotos son bonitas, voy en mayo y me gusta lo que veo, pero suena el teléfono e interrumpo. Es Andrés que me llama para preguntar cómo llegué, agradezco su llamada, pero tengo sueño, el vuelo estuvo horrible y la verdad quiero estar algo sola. Le corto, me tiro en la cama y por casualidad me he tendido sobre junio, me da lata era bonito el calendario pienso y trato de remediar el arrugón estirando con mis manos las hojas.
Mientras las estiro me fijo con más detalle en la foto aparece una hilera de buzos de trabajo colgados en una casa de cambio. Me acuerdo de mi viejo, es extraño ha pasado tanto tiempo desde su muerte y casi nunca me acuerdo de él, pero ahora recuerdo su llegada a la casa silbando vestido con un buzo azul muy parecido a los de la fotografía, que hacía relucir los rastros de su faena en la mina, sus manos negras con los surcos oscuros del metal y la cara sudada coronada por un casco amarillo que siempre quise ponerme y que el papá sólo me autorizaba cuando la libreta de notas venía llena de azules.
Mi papá salía temprano en la mañana vestido con su buzo de trabajo y su silbido característico, yo lo miraba desde la ventana de mi dormitorio mientras esperaba el bus que lo llevaba a la mina, cuando se subía lo acompañaba con mi mirada por todo el trayecto polvoriento que recorría el vehículo hasta que se perdía de mi vista.
Era tan común ver a mi papá sonriente que nunca me preocupé por saber cómo era su trabajo, qué hacía ni que esfuerzo le involucraba. Yo sabía lo más simple, que mi papá era minero del cobre, que era el único minero en la familia porque mis abuelos eran del campo y que los viejos, como llamaba mi papá a sus compañeros, le decían el huaso Hurtado.
Quizás nunca me interesé por saber qué hacía mi papá, porque mi viejo amaba profundamente su pega, se sentía importante y siempre en la mesa decía que el cobre era el sustento de Chile. Muchas veces peleamos por eso, cuando yo ya era grande y me dada un poco de vergüenza mi papá, su pega, su cobre y su buzo azul. Entonces la silbatina mañanera del viejo me irritaba y pensaba que era un pobre minerito ignorante y que su esfuerzo no valía nada.
Es triste decirlo, pero cuando ya no era la niñita de papá, comencé a hacerle el quite a los viajes de vacaciones al campamento y mentía por teléfono diciendo que tenía que quedarme en la universidad por las pruebas o cualquier excusa parecida.
En ese entonces me parecía absurda la vida de mi papá, sus charlas, la casa, el bus y la famosa mina. Y es que mientras yo rayaba con Proust, mi papá lo hacía con el semanario de la empresa. Cuando me titulé y tuve mejor situación, hice lo imposible porque mi papá renunciara y traerme a mis viejos a la ciudad, donde yo suponía iban a tener por fin una vida digna. Mi papá se resistió, se indignó y desde allí se cortaron para siempre las relaciones entre nosotros.
Aun me parece escucharlo argumentar que soy una malagradecida, que por el cobre y el minerito tengo un título y una pega, que trabajar en la mina es un orgullo y no un sacrificio y un amargo cierre, donde me grita que si no puedo entenderlo, mejor me vaya a la cresta.
Como buena niña obedecí a mi papá y durante un buen tiempo no tuve contacto con él. Volví a hablarle para saludarlo por la entrega de un reloj de oro por sus 30 años de trabajo, ceremonia a la que no quise asistir para no agrandar la ruptura. Seguramente fue el mejor día de la vida para mi papá, el reconocimiento vivo de su entrega al cobre. Supe incluso por mi mamá que su jefe lo anduvo buscando porque el viejo tenía miedo y andaba escondiéndose pensando que lo querían jubilar y no premiar.
Sin embargo, sus miedos no estaban tan lejanos y el día de jubilar llegó, la silicosis estaba alta y era momento de descansar. Me alegró tanto cuando mi mamá me lo contó, por fin el viejo descansaba, pero para mi papá era lo más terrible que podía pasar, dejar su mina y su cobre.
Desde que jubiló se levantaba y acostaba con su macizo reloj de oro en la muñeca y se sentaba a mirar el mar sin silbidos, buzo, ni casco. Casi no hablaba, poco a poco dejó de comer y finalmente se nos fue.
En primera instancia, culpé a la silicosis de su partida y sentí que mi antiguo discurso sobre su trabajo era más correcto que nunca, pero luego entendí que a mi papá se lo llevó la depresión, la ausencia del buzo azul, su casco amarillo y la falta de los surcos de mineral que le recorrían el cuerpo. Que el huaso Hurtado no sabía vivir sin un pedazo de cobre en la mano, que sus silbidos nacieron y se quedaron en el desierto, como la pena que me acongoja al recorrer estas fotografías y reconocer el buzo de mi papá.
Bianka Aguilera Alcayaga
*Imagen: "Mineros"Pintura de Manuel López Acosta

2 comentarios:

Jessica dijo...

Bianka, me parece genial el cuento. Hacía mucho que no leía nada tuyo de tipo literario, y siento que este relato es muy bueno, emocionador sobre todo para quienes conocemos la vida de los mineros.

Anónimo dijo...

Bianka, vuelvo a tu blog y me encuentro con este sensible relato, que refleja el arduo trabajo del minero y cómo mucho de ellos han hecho de sus hijos profesionales con mundos tan distintos al de sus padres. También me recordó al cuento "El Sur" de Adelaida García Morales.
Te felicito, estaré atenta a más de tus creaciones litararias. Saludos de Heidelberg.